El clima de desdén cívico en que se gesta y produce el golpe militar que el 28 de junio de 1966 destituye al presidente Arturo Umberto Illia es apenas uno de los emergentes del acelerado deterioro que venía experimentando la relación de la sociedad argentina con la política en general y con la democracia en particular. Pero 1966 es mucho más que ese golpe de Estado que hiere de muerte a las instituciones y contribuye a crear las condiciones de posibilidad de la creciente naturalización de la violencia política que opera como preludio de la sangrienta dictadura que se instalará en el poder diez años después. En efecto, 1966 es también un nudo histórico de contradicciones en el que se cruzan la pugna interna del sindicalismo peronista, la intervención de las universidades, el impacto del Concilio Vaticano II y la Conferencia Tricontinental de La Habana, la efervescencia cultural del Di Tella y la diplomacia en torno de Malvinas. Tras el éxito de 1943, María Sáenz Quesada vuelve a un año bisagra de la historia argentina que, al recordar el valor de la democracia como único escenario capaz de aportar al bien común y realizar el bienestar general, le habla, como pocos, al presente.