Degüello muestra cómo los lazos pueden construirse más allá de nuestras jaulas, de nuestros condicionamientos de clase o género, de la infinita sucesión de categorías estancas que nos impiden ver la complejidad de la que estamos hechos. María y El Topo ejercen esa forma del amor que llamamos amistad. Amistad como gesto libertario, como resistencia afectiva en un escenario apocalíptico. Él, un bello hermafrodita que ha decidido vender su cuerpo a los hombres, transgresor de un género que no posee, estímulo de pasiones enardecidas por dinero, habitante de un mundo en el que, paradoja mediante, no deja ingresar su propio erotismo. Su pasión está en otro lado. Ella, una mujer solitaria para quien el Topo, el ángel de la historia, discípulo y amor imposible, parece ser el único modo de sustraerse a la destrucción del tercer gran protagonista de la novela: la Ciudad de Buenos Aires, el hogar irredento. Ubicada en un futuro no muy alejado del presente, la ciudad ya no cobija. Es una suerte de aquelarre donde han dado fruto los proyectos faraónicos de sus gestores. En esa urbe, militarizada hasta la descomposición, inundada de cemento, en un tiempo a destiempo, donde ha fracasado el proyecto urbano de la modernidad, los tres personajes conjugan una gran metáfora de la transgresión. De la literatura, de los géneros, de la vida compelida a desarrollarse sin naturaleza, de la imposibilidad de vivir en casa propia. Pura intemperie. Los frutos de hacer política basados en la incansable destrucción del bien común. ¿Cómo es que nos habituamos a eso? "Vivir dentro del desborde es nuestro destino", piensa María. Aunque, como alguna vez escribió María Elena Walsh, se trata de "tener agallas para gritar basta / aunque nos amordacen con cañones". Pocos escritores son capaces de crear una ficción que refleje tan crudamente el clima de una época. Gabriela Massuh bucea en un escenario que nos envuelve y lo trae a la luz con la potencia única que ofrece la ficción.