La única idea que Mehring, un industrial cincuentón y aún atractivo para las mujeres, tiene por clara en su vida es la que debe conservar a toda costa su modo de vida. Ni su amante izquierdista, ni su hijo -un colegial presuntuoso que lleva pelo largo, consiguen socavar su convicción de que tiene el derecho inalienable a seguir en posesión de sus bienes. Y nadie parece cuestionarlo: ni los trabajadores negros que cuidan de su finca en el Transvaal, ni los indios que venden los productos de su tierra, ni los hacenderos boers que le consideran un simple aficionado en los asuntos del campo, ni los negros que viven segregados en ghettos entre la finca y la ciudad. Tan sólo la presencia de un hombre muerto, abandonado cerca de un río, suscita en él cierta inquietud¿ Como intenso contrapunto a sus recuerdos y fantasías, están las vidas de los que sirven, pero que apenas reparan en él, y también esa otra misteriosa presencia en la serena belleza de la tierra a la que todos se aferran.