La tarea más necesaria y a la vez escandalosa de un intelectual es inventar un lenguaje nuevo para hablar de las cosas más profanas y de las más sagradas. Nicolás Casullo rodeó con sarcástico estremecimiento los grandes temas de la sacralidad perdida, y al mismo tiempo revisó como un conjunto de mitos derruidos que en cada caso había que vovler a interrogar, a todo el vasto ciclo de la modernidad. Una modernidad a la que veía con ironía dolorida, y en la que buscaba las razones de una memoria que estaba a nuestras espaldas, susurrando palabras a destiempo. Casullo colocó esas palabras una a una en sus grandes textos arborescentes y las puso en práctica en un modo conversacional donde usaba todos los registros en una combinación donde un sacerdote profano convivía con un memorista barrial. Su gran proyecto fue el de reinventar la lengua crítica del país, ante un mundo intelectual que abandonaba fácilmente las grandes armazones del espíritu crítico. Ricardo Forster, en una obra en que la amistad es la chispa viva de un inspirado estudio sobre el pensamiento casulleano, escribe un gran ensayo sobre los grandes ensayos de este escritor argentino. Forster nos acerca un testimonio intelectual y moral sobre un personaje que hoy extrañan las tertulias, los bares, las canchas, las universidades y el más riguroso mundo intelectual del que ahora es nuestro gran testigo ausente.