Es cierto que el fútbol no es exclusivamente un lugar de padres e hijos o de madres e hijas, pero se le parece bastante. Siete de cada diez hinchas ritualizan el equipo de sus viejos, y ese es el caso del autor, que se hizo de River por el legado de su papá Darío. Claro que el Monumental también se llena de fanáticos -algunos incluso rebelándose a sus padres de Boca- que se hicieron gallinas por algún tío, primo, abuelo, amigo, vecino, admiración a un gran futbolista o influencia de un chico que le gustaba. Sin embargo, esa diversidad de factores se termina cuando, ya convertidos en padres, todos quieren compartir con sus hijos los colores de su equipo. De la transmisión de esa alquimia, que Burgo intenta con su pequeño hijo Félix -pero también de cómo de chico se aferró a River para construir un puente con su papá a la hora de ajustar una conexión austera-, trata este libro. Porque, como dicen estas páginas: "Los fanáticos de un club amamos a nuestros referentes y necesitamos a los mejores entrenadores pero, admitida esa dependencia, no somos de River para aspirar a resultados ni a estilos de juego sino para realzar un propósito. Cada cual le dará a su equipo los significados que quiera, pero uno de los míos, acaso el principal, es que soy hincha como una forma de seguir estando con mi viejo y para que, más adelante, mi hijo continúe conmigo".