Esa cálida noche de verano en Madrid diez personas se arrojan al vacío desde diez habitaciones de la planta séptima del hotel que preside la Plaza de España. Ninguna de ellas se había registrado en recepción. No llevan nada que les identifique. Hay una joven que apenas habrá cumplido los treinta años, pero también alguien de más de ochenta. Un cadáver lleva encima ropa por valor de más de seis mil euros. Otro viste con prendas que le había entregado una ONG. Sus mundos nunca se han cruzado. No se conocen. No hay huésped o empleado que recuerde haberlas visto en el hotel, ni objeto personal en las habitaciones desde las que han saltado; aunque sobre la mesilla de noche de la número setecientos dieciséis los investigadores encuentran un par de velas encendidas que parecen rezar a una pequeña virgen a la que iluminan con suavidad. Esa es sólo la primera de las sorpresas.