El sueño podría ser leído como un libro sobre el hábito: el hábito como repetición, como costumbre, como sosiego; el hábito como hábitat de la monja. Con sigilosa deliberación Aira induce al lector a comulgar con las madrugadas del puesto de diarios de la esquina de la avenida Directorio y Bonorino, con los horarios fijos del Doctor jubilado, con el pedido de la señora del Susybingo, con los itinerarios (hay itinerarios hechos de contingencias, dice Aira) del portero de la calle José Bonifacio, con la entrega de los fascículos de manualidades al edificio de enfrente y, sobre todo, con los hábitos de las monjas del Colegio de la Misericordia. Persistente, metódico en su enumeración de prácticas, el régimen urdido por Aira deja al lector en un estado letárgico de somnolencia pueblerina. Aira describe Flores como Honorato de Balzac describe Saumur, la pequeña comuna de Eugenia Grandet. Como en la obra de Balzac, donde Federico Engels deshilaba una subtrama política, en el Flores aireano se filtra, encubierta, una entidad tan política como freudiana o, mejor, fiordiana. Pero el Flores de Aira no es Saumur, pese a su naturaleza balzaciana. El quiosquero, la señora del Susybingo, el portero de la calle José Bonifacio y las monjas enmascaran no tanto el paisaje cuanto un procedimiento mayor, una estrategia colonialista que opera en varias direcciones -multiplicidad de obra; sostén de un estilo discursivo (y disruptivo) que no se desvía-, y se ubica tan cerca de Engels como de Osvaldo Lamborghini. En El sueño Aira se apodera del barrio de Flores y lo coloniza, con minuciosidad imperial, hasta convertirlo en Coronel Pringles, su ya mítico pueblo natal: Aira pringliza Flores, en el sentido más revolucionario posible, hasta volverlo irreconocible. Laura Ramos