Los años 1960. Mientras en homogéneo costumbrismo una generación de dramaturgos se preocupa por la alienación de la clase media, un veinteañero no alineado ensueña a Edgar Allan Poe tambaleante de taberna en taberna, y pone parlamento a sus visiones. Se desmarca. La obra se llamará Israfel, y ganará en París el Premio Internacional de Autores Dramáticos Latinoamericanos Contemporáneos. Escribiendo a contrapelo creaba un clásico. Tan esquiva siempre la fórmula de un clásico. Suele combinar dos condiciones, tan básicas como improbables de en-contrar a la par: una estética no perecedera -al margen de cualquier moda- y un mito; una metáfora capaz de esa mutación que le permita a la realidad acomodársele adentro y tomar su forma. De eso se trata este libro. En el posfacio de aquella pieza dice Castillo: "Más de una página de Israfel está escrita desde ese mundo ambiguo, desde esa tierra de nadie que es tanto la Argentina de hoy como la patria de Poe en el siglo pasado. Algún día quizá me atreva a llevar hasta las últimas consecuencias esa yuxtaposición y reemplace el tú por el vos y haga una ver-sión con nuestras bárbaras y entrañables formas verbales, para uso nacional".