"Fue en un vagón de madera del ferrocarril Sarmiento a la altura de Haedo, en dirección Once, una mañana de 1959. Un caballero leía apasionadamente pero sin componer gestos, parecía llegado de otros tiempos, los de Chesterton pero en Argentina, los de la pulcra generación del ochenta. El libro era uno de los de relatos del padre Brown y el lector, víctima de algún tipo de azoramiento lo dejó en el asiento cuando bajó en Villa Luro. Hoy me pregunto si necesitaba bajar en esa estación o estaba tan imbuido de peripecias y reflexiones que olvidó el libro, aunque quizá descubriera que lo estaban mirando y no lo soportó, o se le alteró algún sentido y lo dejó a propósito como ofrenda al tipo de posteridad que acaso podría representar yo, un muchacho de dieciséis años. El asunto es que el libro cayó en mis manos, simplemente porque era un libro, no sabía yo quién era el autor. Me dispuse a leer, ¿podría entenderlo? Me pareció intrincado, además me instaba a sentir simpatía por un cura católico, a priori sujeto de mi indevoción. Pero, ¡qué cura! Anodino, bajito de cara redonda, con paraguas y un paquete en la mano. Alguien que vacía su bolsillo y revela un contenido que es casi su universo personal: siete peniques y medio chelín, un boleto de vuelta en el tren suburbano, un pequeño crucifijo de plata, un breviario y una barrita de chocolate. Lo suficiente como para ser dueño de una razón prodigiosa y una fe incorruptible a la vez. En un momento en que el padre Brown desdeña la tranquilidad y se le va la cabeza, Chesterton escribe que el curita vale más cuando eso ocurre y que en tales circunstancias suma dos más dos y saca un total de cuatro millones. El cura Brown es detective aficionado, siempre se encuentra en situaciones donde el pensamiento lineal requiere de su heterodoxia, la de un estricto y escrupuloso creyente.