'Hablo a las paredes', dice Lacan, y esto quiere decir: 'Ni a ustedes, ni al gran Otro. Hablo solo. Esto precisamente es lo que los concierne. Interprétenme ustedes'. Las paredes son las de la capilla de Sainte-Anne. Lacan reencuentra ahí su juventud como residente de psiquiatría. Se divierte, improvisa, se deja llevar. La intención es polémica: sus mejores alumnos, cautivados por la idea de que el psicoanálisis hace un vacío de todo saber previo, levantan la bandera del no saber, sacada de Bataille. 'No', dice Lacan, 'el psicoanálisis proviene de un saber supuesto, el del inconsciente. Se accede a él por la vía de la verdad (el analizante se esfuerza en decir crudamente lo que se le pasa por la cabeza) cuando esta conduce al goce (el analista interpreta los dichos del analizante en términos de libido)'. En cambio, otras dos vías cierran el acceso al mismo: la ignorancia (entregarse a ella con pasión implica siempre consolidar el saber establecido) y el poder (la pasión por el dominio oblitera lo que revela el acto fallido). El psicoanálisis enseña las virtudes de la impotencia: ella al menos respeta lo real. Lección de sabiduría para una época, la nuestra, que ve cómo la burocracia, de la mano de la ciencia, sueña con cambiar lo más profundo que tiene el hombre por medio de la propaganda, de la manipulación directa del cerebro, de la biotecnología y hasta del social engineering. Antes, por cierto, no se estaba bien, pero mañana podría ser peor. Jacques-Alain Miller